Yo no soy Nisman. No lo conocía, no sé qué clase de
hombre era, no seguí su trabajo en el caso Amia. Yo no soy Nisman, me lo dice
la cabeza, mi mente, mi razón. Yo no soy Nisman aunque lo denunciado la semana
pasada es absolutamente verosímil. Yo no soy Nisman, desconfío de la oportunidad, del “efecto Charlie Hebdo” y estoy llena de sospechas. Yo no soy Nisman, pero mis piernas se incorporan y mis pies me orientan hacia la Plaza de Mayo. Yo no
soy Nisman , entonces invento mi propia consigna: #YoNoSoyNisman pero #MarchoALaPlaza igual, estoy harta de
corrupción e impunidad. Quiero saber la verdad.
Bajo por Diagonal Sur, me cruzo con dos o tres
personas que vienen hacia mí. Tengo la sensación de que nadie se movió de sus
casas, que, una vez más, “la gente” se moviliza cuando le acorralan los
ahorros, cuando secuestran a un chico rubio de ojos claros, o cuando los llevan
y los traen en colectivos y camiones. Siento pena y tristeza. Camino sola y
parece que vamos a ser muy pocos. Pero de pronto, cerca del Cabildo, me alienta
el sonido de aplausos. Solo eso. Palmas a un ritmo sostenido, calmo, que crece
y acaricia con una suave brisa mis oídos. Me emociono.
Recorro toda la Plaza. Frente a la Catedral,
un grupo nutrido, aplaude y canta el Himno Nacional. Clase media. Jóvenes,
parejas con niños pequeños, matrimonios que peinan canas. Clase media. Mujeres
solas deambulando con una banderita de plástico en lo alto, carteles dibujados
a mano, grupos de tres o cuatro charlando. Clase media. Algún provocador, en
realidad dos, nunca están solos, que ataca con un “Cagones, ahora vienen a
pedir justicia, mataron a un fiscal, son unos cobardes”. Empujones. Un hombre
mayor los echa a los gritos. Clase media. Sigo buscando miradas. Un
hombre con dos perritos. Juventud en sano montón. Jóvenes y viejos debatiendo la
muerte de Nisman.
Leo carteles. Agudizo el oído. ¿Con quién me
identifico? ¿Qué grupo me representa? Esa mujer sola con el cartel que dice
BASTA. Sí, yo también digo basta. Pero unos pasos más adelante se escuchan
voces, insultan a Cristina y cantan la
misma estrofa recalcitrante de los albores de la democracia: “Se va a acabar,
se va a acabar la dictadura (en la era Alfonsín
los de FAMUS cantaban “radical”) de los K”. No me gusta. Me alejo.
“Siento angustia y bronca” –dice el cartel y me acerco.
Yo también estoy muy triste y me dan ganas de llorar. Y en definitiva, sin
conocerlo, yo también vengo a homenajear al fiscal Nisman, como dice otro
cartón pintado. Me quedo cerquita pero no puedo aplaudir. No tengo fuerzas, no importa.
Así, de “brazos cruzados”, siento que también me estoy expresando. Un papá tiene a su hijita sobre los hombros. Recuerdo a los míos en otras
marchas, cuando todos éramos docentes o Aerolíneas Argentinas, o el último 30
de diciembre ya jóvenes concientes, en la Marcha por Cromañón. Sin darme cuenta
busco las zapatillas pintadas ese día al lado de los pañuelos blancos de las
Madres. Todavía están. Y empiezo a girar alrededor de la Pirámide. Por suerte,
el vallado exagerado de la policía que impide acercarnos a la Casa de Gobierno,
nos deja espacio. Ahí están justamente los más desafiantes. Parados frente al
frío hierro azul, cara a cara con los policías a quienes me encantaría leerles
la mente. O mejor no. Pienso un segundo en esa posibilidad y me da miedo.(Otra vez el miedo no, por favor) Son todos jóvenes y no sé qué
puede pensar un policía joven en la Argentina.
Yo no soy Nisman, pero recuerdo la vehemencia con la
que acusó a la presidenta de la Nación la semana pasada, cómo aseguró sin ninguna duda de que
todo lo sabe y todo lo ordena, que la Secretaría de Inteligencia le reporta
directamente a ella, y se me eriza la piel cuando leo la cartulina que sostiene
otra joven: “Cristina ¿quién dio la orden?”
Pero son
ellos los que me conmueven. Tan simples, tan silenciosos, tan cansados de tanta historia, o de que sea
siempre la misma. Quisiera que las velas que llevan en esa suerte de ceremonia fúnebre
iluminen a quienes tienen que esclarecer la muerte del fiscal y la causa que lo
desveló todos estos años y que ojalá solo le hubiese quitado el sueño, y no la
vida.
Yo no soy Nisman... pero marcho igual. Y mientras la
marea humana me lleva por Diagonal Norte hasta el Obelisco, y se cuelan algunos cartoneros que revisan los contenedores de basura, solo tengo una
certeza, esa que me muestra otra joven
con su letra impresa: Alberto Nisman a los 51 años y 20 años después, es la
víctima número 86 del caso AMIA.